Con el mercado no alcanza.
Antonio Macchioli
5/15/20254 min read
Con el mercado no alcanza
Antonio Macchioli
En primer lugar, nos interesa destacar una afirmación que Mazzucato retoma del trabajo de Karl Polanyi, donde se señala que el mercado nacional fue contundentemente promovido por el Estado. “El capitalismo, el sistema que suele considerarse dirigido por el mercado, ha estado fuertemente ligado y configurado por el Estado”. Desde nuestra perspectiva, en un sistema capitalista con economía de mercado, Estado y mercado son actores complementarios que establecen una relación sinérgica que debe fortalecerse de forma constante. Si bien el mercado es el gran asignador de recursos, es el Estado quien provee el andamiaje estructural para su desarrollo.
Este andamiaje incluye, por ejemplo, la protección y el estímulo a la inversión en sectores estratégicos, la provisión de infraestructura que difícilmente podría generar el sector privado por sí solo, la garantía de estabilidad institucional y seguridad jurídica, así como la apertura de mercados internacionales para las empresas locales.
Autores como Albrieu, López y Rozenwurcel sostienen que, para lograr una expansión sostenible del Producto Interno Bruto, es necesario mejorar la calidad del empleo, reducir la pobreza y disminuir la inequidad en la distribución del ingreso. El crecimiento económico es condición necesaria para el desarrollo, y si bien el mercado es una fuerza poderosa que puede impulsarlo, carece de mecanismos efectivos para garantizar una distribución equitativa de la riqueza.
Los empresarios tienen como principal objetivo maximizar beneficios y generar crecimiento, lo cual no implica necesariamente un compromiso con la justicia distributiva. Aun con cierto grado de conciencia o responsabilidad social, esta función excede ampliamente sus atribuciones. Por ello, el Estado debe asumir ese rol para garantizar la cohesión social. No obstante, el Estado también debe movilizar sus propios recursos económicos y políticos para contribuir a una economía más productiva.
Como señala Mazzucato, la desigualdad puede ser un freno al crecimiento, pero la igualdad por sí sola no lo garantiza. El desafío consiste en establecer una agenda de crecimiento que no solo genere riqueza, sino que también la distribuya de manera justa.
Cuando la autora afirma que “los riesgos se socializan y los beneficios se privatizan”, podemos añadir que esta es precisamente la lógica que impera en el libre mercado. El Estado debe corregir esta asimetría: el sector privado debe participar también en los riesgos, al tiempo que el sector público debe compartir los beneficios. La intervención activa del Estado en el proceso económico no se limita a aumentar o disminuir el gasto en investigación y desarrollo. Como plantea Mazzucato, es clave que el Estado articule eficazmente con empresas y universidades a través de sus instituciones públicas.
Desde la ortodoxia económica, se sostiene que el Estado debe reducirse al mínimo, limitándose a funciones básicas como garantizar la seguridad y construir infraestructura esencial, dejando el resto de las actividades económicas al sector privado, que supuestamente es más eficiente en la asignación de recursos. Desde esta visión, el gasto público se considera un desvío de recursos del sector privado, y su expansión, especialmente si se financia con emisión monetaria, se percibe como inflacionaria.
A diferencia del enfoque keynesiano, la ortodoxia no considera al gasto público como una variable autónoma capaz de impulsar la demanda agregada. Bajo esta lógica, más gasto público implicaría menos inversión y consumo privados, ya que los recursos provienen de una única fuente: los impuestos. Pero incluso si aceptáramos que el gasto público reduce parcialmente la inversión privada, ¿es esto un argumento suficiente para deslegitimar toda intervención estatal? Desde nuestra perspectiva, no lo es.
El Estado, mediante el gasto público, puede orientar los recursos económicos hacia un determinado proyecto de país. Puede planificar qué sectores desea fomentar y cómo integrarse al mundo. Esta capacidad de planificación trasciende al mercado. Solo un proyecto político que utilice el poder del Estado puede definir y ejecutar este tipo de estrategia. La experiencia histórica así lo demuestra.
Por otro lado, que el Estado utilice recursos que provienen del sector privado no significa necesariamente que los malgaste. Tampoco el mercado —más precisamente, los empresarios— tienen una capacidad infalible para asignar eficientemente los recursos; también cometen errores de inversión. Por eso, el Estado debe diseñar mecanismos que aseguren un uso eficiente y eficaz del gasto público.
Mazzucato advierte que no existen pruebas concluyentes de que las desgravaciones fiscales aplicadas a la investigación y el desarrollo (I+D), tanto para grandes como para pequeñas empresas, sean efectivas. Además, estas exenciones fiscales suelen generar una redistribución regresiva del ingreso y limitan la capacidad del Estado para asumir nuevos riesgos en innovación. En este sentido, resulta preferible que el Estado recaude estos ingresos y sea él mismo quien encare procesos de innovación, invirtiendo, por ejemplo, en parques científicos y tecnológicos.
Lo que el Estado no debe hacer es ocupar un rol subordinado en relación con el mercado, funcionando como fuerza de trabajo gratuita. Es decir, no debe asumir los riesgos y realizar esfuerzos en I+D para luego dejar los beneficios en manos exclusivas del sector privado. Una cosa es que el Estado comparta beneficios con el sector privado como parte de una estrategia de impulso, y otra muy distinta es que se subordine a intereses particulares que no siempre coinciden con el interés nacional.
Por lo tanto, es fundamental que se establezca una relación en la que tanto el sector público como el privado compartan riesgos y beneficios en los procesos de innovación. Dado que invertir en I+D conlleva altos niveles de riesgo y resultados a mediano o largo plazo, el sector privado no siempre encuentra incentivos suficientes para hacerlo por su cuenta. En este contexto, es lógico que el Estado intervenga. Sin embargo, esta intervención debe estar acompañada de una justa retribución de beneficios, proporcional al riesgo asumido, que permita financiar nuevos procesos innovadores.
Un ejemplo emblemático de esta complementariedad entre Estado y sector privado es la creación del iPhone. Aunque este producto fue desarrollado por Apple, muchas de sus tecnologías fundamentales —como internet, GPS y pantallas táctiles— fueron financiadas inicialmente por el Estado.
Bibliografía
Albrieu, R., López, A., Rozenwurcel, G. Recursos naturales y el retorno de la agenda del desarrollo en América del Sur.
Mazzucato, M. El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado.
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